martes, 26 de mayo de 2009

LA SONRISA ME LA GUARDO PARA LUEGO


Decidido por fin a depurarme, he entregado a la letra toda mi fuerza de instinto. Vuelvo sin reparos a mi confortable cueva literaria. Creo que tengo en contra a toda la grey, resentida por su condición de animal enjaulado. Mi cueva es más grandiosa que un planeta. Y tan enigmática como el corazón de Don Quijote. En ella confabulo y preparo las blasfemias que han de ser esparcidas, como un brujo prepara las pociones en su choza. Y me importa bien poco que esta cueva no sea la Cueva Felicidad y que dé de lleno en la tristeza; mi felicidad me la invento con cuatro lágrimas y una mezcla proporcional de emoción y escalofrío. La sonrisa me la guardo para luego; sólo quiero vivir en mi mentira. Recuerdo, aquí y ahora, en este presente fulgurante, los tiempos en que la vergüenza me cortaba las alas y me lastraba; los tiempos en que la fantasmagórica vida literaria, o vida literatura, era una incomodidad secreta, una enfermedad. Pero he renunciado a los buenos burgueses, a los oficinistas con playeras. Hoy me subo a los riscos y, de cara al horizonte, dejo ondear al viento mi capa y mi melena, con los ojos extasiados, permitiendo que la catarsis se haga carne en mí y aflore con mis lágrimas el verbo divino. ¿Persigo convertirme en un dios?. ¡No soy tan estúpido!.


Ni tan inocente. Ni tan ingenuo. La literatura sirve para que los hombres de una época puedan hablar con los hombres de otra. Y yo os digo, humanos del futuro, nietos de mis contemporáneos: vuestros abuelos fueron gente dormida, parieron a vuestros padres como quien juega por costumbre. Vuestros abuelos y abuelas vivieron la vida como la viven los árboles, agarrados a la tierra, dejándose invadir por su propia sangre y renunciando al vuelo libre, a la caída en picado; agarrados al miedo, obedientes -sobre todo obedientes-, cobardes frente al látigo y amanerados por disimulo. Vuestros abuelos, gente sin alma, se aferraron a la sucia comodidad y rechazaron ser libres de puro vacuos. Yo les veo y, entretanto, sólo puedo escribir para vosotros.


Sólo puedo hablaros a vosotros, con la náusea a las puertas, porque tengo una sensación extraña de que todo está ya muerto, de que vuestros abuelos están ya muertos y aún no han nacido vuestros padres. Y los muertos no oyen. Yo también tengo miedo. Por eso sólo puedo hablaros a vosotros, clavos ardiendo a los que me agarro sin muchas esperanzas; vosotros, clavos ardiendo que, seguramente, seréis los de mi definitiva crucifixión.


Aún así estoy decidido a depurarme y entrego a la letra toda mi fuerza de instinto para que no se acumule la grasa en mi interior e impedir que se taponen todas mis salidas. Lo que llevo dentro no es más que un flato espiritual que lucha por fluir a pesar de todo. Aquí, en mi cueva. De cara al futuro y relamiendo con su lengua de fuego el presente. Mi presente. No tan malo, sin embargo, como literariamente me esfuerzo en dibujar. Lo importante es perderle el miedo a la vida. Y todo puede ir como la seda. A los hijos de los hijos de mis contemporáneos les digo que puedo ser feliz, a pesar de mi entorno. A veces me ayuda endiosarme un poco, otras veces disfruto de la tristeza y cuando caigo en el abismo me vuelvo un estoico y esto me salva. Vuelvo a emerger y subo de nuevo a los riscos, donde el viento hace ondear mi capa y mi melena, figuras de mi blasón personal.


Cuando el líquido oscuro de la vida nos llega al cuello y amenaza con ahogarnos, es el momento de abrir la boca y beber. Quienes han bebido la vida saben que emborracha, pero no mata. La vida no mata. La muerte ha de ser siempre el final de una buena copa. El fondo del vaso.

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