sábado, 29 de agosto de 2009

Hace unas horas, de visita en Madrid

La voz cadenciosa de Apollinaire me ha sorprendido en un sueño y he vuelto a oír París y se me han vuelto a poner los pelos como púas. Los asfaltos parecen nuevos otra vez, un poco más lejanos, y la melancolía vuelve a funcionarme algunas tardes. He recobrado emociones que creía vencidas. No he muerto y esto es todo un descubrimiento.

Me he tatuado cinco vocales de colores en el lomo, convencido de la grandeza de vida que me inunda. Creo que ya sé adónde dirigirme. La huida ha dado frutos.

Una sonrisa nueva ha parido un cordero.

Recuperado todo mi equipaje, vuelvo a enfrascarme en la tarea de dejarme fascinar. Aunque aún me quede por llorar, mi posición ante la existencia es hoy de cara y con glotonería. Sea lo que tenga que ser, pero mi nueva piel tardará en secarse y, hasta entonces, todo es mío y el viento sopla a mi favor.

A los cansinos, ni agua. Y a los monstruos adorados de mi galería de mitos, una copa por cabeza para festejar mi regreso.

Bendito Toledo.

domingo, 23 de agosto de 2009

Hace algún tiempo, en Madrid

De pronto me he vuelto un existencialista. En cierto modo, sé que siempre lo he sido. ¡Mi haraganería se parece tanto a la de Van Gogh! Sólo que él fue capaz de entregarse hasta los huesos. A mí me falta entrega. Estoy parado, atascado. Creo que lo que sucede es que me aburro de ser tan terriblemente viejo y esto provoca en mí un miedo paralizador, un pánico que me impide caminar. A cada paso que doy se me aparece mi propio fantasma, el fantasma de mí mismo, bien en el espejo, bien en la visión de mis propias manos. Entonces tiemblo por dentro. Pongo cara de póker y empiezo a temblar por dentro. Y me causan terror estas cosas tan tristes que escribo; y la forma en que lo hago; y la imposibilidad de continuarlas. Porque me falta entrega. Me siento como un niño que no sabe cómo jugar con sus juguetes.



Paseo estas calles llevando colgada de mi rostro esa media sonrisa forzada que precede al llanto. Paseo estas calles sabiendo que están ya exprimidas hasta la cáscara, que no tienen ya nada que ofrecerme, secas y duras como están. He quemado toda posibilidad de sorpresa y el día en el que me encuentro es demasiado parecido a cualquier día de hace cinco o diez años. Este asfalto, estas aceras sucias me han amansado obligándome a cumplir años a ritmo de autobús. Se han adueñado del mundo. Parece que ya no exista nada más allá. Nada, al menos, que acapare mi atención. Ya ni París funciona. He perdido los sueños entre las cerdas de las escobas de los barrenderos y se me está muriendo Rimbaud. Tengo, como siempre, accesos de melancolía, pero tan conocidos y previsibles que ya no producen en mí ningún efecto balsámico. Se impone la huida, pero ¿adónde? Miro hacia el exterior de mi burbuja y el aire es igualmente pútrido. La muerte no me atrae. El alcoholismo es tremendamente monótono. Me queda la literatura. Por alguna razón sigo confiando en este entretenimiento sin forma, tan engañoso y falso como un trampantojo. En él todo es asquerosa mentira, la mierda acumulada en un cerebro humano que ha de ser evacuada en liberadora diarrea lingüística para que no forme trombos en las venas. Es la limpieza terapéutica que previene del ictus. Entonces, ¿qué me importarán a mí los desechos tóxicos de los demás? Y los demás, ¿qué han de encontrar entre mis excrementos que sea digno de consideración? ¿Por qué esta fiesta escatológica en la que todos nos sentimos a gusto revolcándonos en la inmundicia?

Este juego es una perversión.

martes, 18 de agosto de 2009

Yo, como Artaud, soy el único testigo de mí mismo.

Y, últimamente, medianamente feliz, después de todo.

sábado, 1 de agosto de 2009

JUEGO ÓPTICO

Lo primero que uno mira cuando se despierta es la gotera con forma de pelícano que tiene sobre su cabeza. Esta figura, fruto del azar, es en realidad un capricho de nuestra imaginación, que un día, aburrida de observar una fea mancha de humedad, decidió darle un sentido estético, lúdico, que adornase lo que hasta entonces había sido un molesto pegote. Es un juego muy común, uno se pasea con la vista sobre una masa informe y va moldeándola hasta lograr una forma coherente. Al principio obtenemos una imagen borrosa, pero luego, de pronto, aparece algo y decimos esto es, se ve clarísimamente, es un pelícano. Yo una vez encontré, en el suelo del baño de mi oficina un retrato fidelísimo de Unamuno y llegué a verlo con tanta nitidez que me planteé si no habría sido colocado aposta en las baldosas por algún ferviente admirador suyo. Pero claro, uno lo razona después y se da pronto cuenta de lo absurdo de la idea.

Las nubes son, como todo el mundo sabe, otro buen material para este entretenimiento. No es nada anómalo ni peligroso. Todo el mundo lo hace y es un buen ejercicio para distraer la mente. El problema aparece cuando el pelícano desciende del techo, se desliza entre las sábanas y pone todo su empeño en picotearnos el cuerpo, después se acerca a nuestra cara y con un estridente graznido lanza un veloz picotazo a nuestro ojo. Luego se planta sobre la almohada y permanece allí mirándonos fijamente. Parece reír. La humillación que padecemos es espantosa, porque no podemos hacer nada. Lo mataríamos, pero esto no es posible: se trata tan sólo de una mancha de humedad en el techo de nuestro dormitorio.