lunes, 10 de junio de 2013

EL ABISMO DELICIOSO

A Antonio Gámez, que lo comprenderá como nadie.
 
Cuando te alejas de lo humano e introduces la vista por entre lo más oscuro de las distancias, navegando más allá de las puras medidas de la lógica, algo te dice que has equivocado el rumbo. No debiste nacer hombre ni emprender el camino de lo tangible, ni rodearte de muertes ni de voces, ni amontonar tu palabra sobre las palabras de otras vidas. No debiste acatar el dictado del mamífero o ahondar en el silencio de las verborreas.
Ninguna verdad más hermosa que un púlsar, ninguna medida más acogedora que lo astronómico.

La infinitud que devora al sufrimiento.
La noche que no es noche, donde el tiempo desaparece y la memoria no existe.






DEMIURGO EN ZAPATILLAS


Me engrandezco. Alimento mi megalomanía como un canto sublime a la libertad. No es una coraza, sino un baño espumoso y caliente en el que me adormezco abrigado. Me quiero tanto, es tan sincera la admiración y el respeto que siento por mí mismo, que difícilmente podrán hacerme hincar de hinojos los que reclaman un cambio en mis actitudes. No dudar, no entrar en una espiral de complejos y timideces, erigirse en César y dejar que nuble la vista el cálido y escalofriante aliento de la autoadoración; ese es el bálsamo. La eterna juventud, redescubierta sobre la más alta cima; los ojos en el horizonte, la mirada severa. Así jamás habrá cadenas consentidas. Sólo un filo, con un corte profundo, podrá arrodillarme. Mi imperio es todo aquello que envuelve el aire; cualquier lugar bajo los cielos está sometido a mi presencia. Sólo por existir he conquistado el derecho a bendecir la tierra… o condenarla.

Mi epidermis se subleva. Es como si un susurro de delicia fuera emitido por cada uno de mis poros en una danza de seda; un susurro que doblega al dolor; el éxtasis de la piel, la catarsis del nervio. Todo mi organismo tiende hacia arriba en un acto de afirmación desconocido. La levitación no es una quimera. Si un hombre puede descubrirse a sí mismo, asistir al espectáculo maravilloso de su perfección, todos los átomos que lo componen querrán huir del suelo, flotar en un mar de ternura, ascender empujados por su propia caricia. Y ese hombre, ahora, soy yo. No el primero. No el último. Sí el gran megalómano que se bebe el tiempo presente; este tiempo que ha sido impregnado con el perfume de mi existencia.

Pero no temáis. No os haré el cálculo de mis virtudes, que tal vez no consideréis tales. Yo sé el alcance de mi poder. Sólo a mí me está reservado el gozo de verme por dentro, el puro maravillarme ante la percepción de mi propio cuerpo deificado. Y no es necesario más. Sólo persigo el hormigueo que convierte al hombre cansado en hombre sin peso ni estatura; ligero hacia la absorción panteísta del universo completo, glotón y libre.

HIPERSENSIBILIDAD




No puedo ayudaros en nada. No sé nada. Sólo dispongo del derecho a hablar. Cuando me veáis invadido por la tormenta dejadme huir sin interponeros. A mi regreso tendréis una buena conversación, es todo lo que os prometo. Pero no esperéis verme florecer, porque todo lo que he aprendido a echar fuera son ramas secas y sin fruto, pero tan enrevesadas que podréis columpiaros y encontrar refugio en ellas. Ramas secas es mi ofrecimiento. Ramas secas mi regalo. Ramas para el fuego en el invierno, para la balsa del náufrago, para azotaros las espaldas. No hay gurú en este mundo que dé menos; no hay gurú que dé más. Y a otra cosa.

 Si sois mis amigos, y eso me basta, tendréis ramas suficientes como para hacer rebosar vuestra leñera. Pero olvidaos de un regalo por Navidad. Es lo más que estoy dispuesto a exprimirme. Es todo lo que sé exprimirme. Nada de verdor, nada de flores. Sólo una sequedad inmensa por falta de creatividad. Mi sensibilidad desborda hacia dentro, empachándome. Lo que os ofrezco son las mondas. Y los  huesos descarnados. Ramas muertas. Nunca tendré la paciencia de Mishima para hacerme bello y fuerte. Sólo sé decir cosas, hablar, juntar palabras, en la esperanza de hacerme ligeramente agradable. Y ni aún así.

Pero, ¡si supierais cómo vivo! Estoy tan bien alimentado... Todo se aprovecha. Desde un perfume en el autobús a la arista desgastada de un ladrillo. Todo es triturado por mí. He masticado los intestinos de dios y he escupido tierra. Paseando por las calles todas las cosas tienen un nombre y todo  nombre reverbera en mi memoria; todo tiene un olor y todo olor reverbera en mi osamenta.

A veces voy como un ciego, palpando las paredes, los alientos, las voces, buscando un lugar donde nadar sin esfuerzo. Mientras devoro mi propio corazón en un arrebato de impotencia, doy todo al diablo. Ya ni me asusto. En medio de las autopistas, mirando al horizonte, esa línea embustera que no es lo que parece, me convierto en un dragón. Pienso: "Han cubierto de carne al monstruo. Le han dado un rostro y unos apellidos". Y mis globos oculares se sumergen en lo más profundo y negro de sus cuencas. Y hablo conmigo mismo sin mirar al frente, casi a la orilla de mi cuello. Camino. Camino hasta casi desfallecer.

Pero, de pronto, un olor o un sonido; tal vez una mancha sin forma definida en el rostro de un anciano; el sol en los párpados, la pesadez idílica. Un suave ser alado que me sigue. Una imagen desenterrada por el milagro de la hipersensibilidad. Regreso a la juventud de mis células y escucho a mis nervios. Es la música de la epidermis y el baile de las neuronas puestas en pie. Acontece el fenómeno maravilloso de la delectación. Me entra una sed infinita de aquello que no veo y decido aplicarme en la tarea de poner en marcha mis escalofríos, construir los instantes; ser el artífice, el mecánico y el degustador primero de mi propia apoteosis. Y me dejo llevar, flotando, por una ensoñación de proporciones divinas. Así pues, me olvido de los hombres y vivo el instante precioso de mi deleite. Es el momento en que beberse el agua de los charcos puede ser considerado un acto sibarítico y es posible encontrar belleza en insultar a los transeúntes.

De este modo he  aprendido a criarme, a hacerme obra. Un obra íntima; yo para mí y amante de mí mismo y de mi propio pulso. Obsesionado con mi tiempo: el que habito, el que me queda y el que ha sido. Os aconsejo que os empeñéis a diario en constatar que estáis vivos, porque lo contrario no podréis hacerlo nunca.