Podría ser
tremenda, aulladoramente moderno, hasta hacer reventar vuestras venas por la
presión de mis neologismos. Pero mi voz no acepta la imposición del tiempo. Hablo
con el idioma que utilizan los astros. Mi estirpe resuena en el útero que parió
a Gilgamesh, mi vocabulario es protohistórico, mis células aún recuerdan el Carbonífero, mis aspiraciones nacieron con el alumbramiento de Omar Jayyam.
Podemos
seguir dos sendas: la que marcan los almanaques o la que se transmite por la
herencia invisible, la senda hermética, el legado oculto. Los secretos de la
alquimia no pueden ser descifrados por medio de un diccionario. Tenéis
teléfonos móviles, ordenadores, pantallas en las que el mundo parece estar
contenido, pero habéis olvidado las fronteras imaginarias en que desemboca la
aspiración inquebrantable del homínido idealizado. Yo no.
¿Por qué
acallar a Don Quijote si aún no ha terminado de hablar? ¿Por qué imponer
silencio a los oráculos, a las sibilas o a los juglares que aún no han dicho su
última palabra? ¿Por qué llenar de cables la masa informe que rebota de alma en
alma, de vida en vida, generación tras generación, desde que la primera mirada
humana fue dirigida hacia el horizonte, más allá de lo palpable, en busca de
una verdad que jamás será hallada sino en la transmisión misma, en el puro acto
de la entrega que los muertos hacen generosamente a los vivos y a los aún no presentes?
Es la verdad de lo humano, el misterio de la perpetuación. La eternidad, en
todo caso. ¿Por qué acallarla?