No
puedo ayudaros en nada. No sé nada. Sólo dispongo del derecho a hablar. Cuando
me veáis invadido por la tormenta dejadme huir sin interponeros. A mi regreso
tendréis una buena conversación, es todo lo que os prometo. Pero no esperéis
verme florecer, porque todo lo que he aprendido a echar fuera son ramas secas y
sin fruto, pero tan enrevesadas que podréis columpiaros y encontrar refugio en
ellas. Ramas secas es mi ofrecimiento. Ramas secas mi regalo. Ramas para el
fuego en el invierno, para la balsa del náufrago, para azotaros las espaldas.
No hay gurú en este mundo que dé menos; no hay gurú que dé más. Y a otra cosa.
Si sois mis amigos, y eso me basta, tendréis
ramas suficientes como para hacer rebosar vuestra leñera. Pero olvidaos de un
regalo por Navidad. Es lo más que estoy dispuesto a exprimirme. Es todo lo que
sé exprimirme. Nada de verdor, nada de flores. Sólo una sequedad inmensa por
falta de creatividad. Mi sensibilidad desborda hacia dentro, empachándome. Lo
que os ofrezco son las mondas. Y los huesos
descarnados. Ramas muertas. Nunca tendré la paciencia de Mishima para hacerme
bello y fuerte. Sólo sé decir cosas, hablar, juntar palabras, en la esperanza
de hacerme ligeramente agradable. Y ni aún así.
Pero, ¡si supierais
cómo vivo! Estoy tan bien alimentado... Todo se aprovecha. Desde un perfume en
el autobús a la arista desgastada de un ladrillo. Todo es triturado por mí. He
masticado los intestinos de dios y he escupido tierra. Paseando por las calles
todas las cosas tienen un nombre y todo
nombre reverbera en mi memoria; todo tiene un olor y todo olor reverbera
en mi osamenta.
A veces voy como un
ciego, palpando las paredes, los alientos, las voces, buscando un lugar donde
nadar sin esfuerzo. Mientras devoro mi propio corazón en un arrebato de
impotencia, doy todo al diablo. Ya ni me asusto. En medio de las autopistas,
mirando al horizonte, esa línea embustera que no es lo que parece, me convierto
en un dragón. Pienso: "Han cubierto
de carne al monstruo. Le han dado un rostro y unos apellidos". Y mis
globos oculares se sumergen en lo más profundo y negro de sus cuencas. Y hablo
conmigo mismo sin mirar al frente, casi a la orilla de mi cuello. Camino.
Camino hasta casi desfallecer.
Pero, de pronto, un
olor o un sonido; tal vez una mancha sin forma definida en el rostro de un
anciano; el sol en los párpados, la pesadez idílica. Un suave ser alado que me
sigue. Una imagen desenterrada por el milagro de la hipersensibilidad. Regreso
a la juventud de mis células y escucho a mis nervios. Es la música de la
epidermis y el baile de las neuronas puestas en pie. Acontece el fenómeno
maravilloso de la delectación. Me entra una sed infinita de aquello que no veo
y decido aplicarme en la tarea de poner en marcha mis escalofríos, construir los
instantes; ser el artífice, el mecánico y el degustador primero de mi propia
apoteosis. Y me dejo llevar, flotando, por una ensoñación de proporciones
divinas. Así pues, me olvido de los hombres y vivo el instante precioso de mi
deleite. Es el momento en que beberse el agua de los charcos puede ser
considerado un acto sibarítico y es posible encontrar belleza en insultar a los
transeúntes.
De
este modo he aprendido a criarme, a
hacerme obra. Un obra íntima; yo para mí y amante de mí mismo y de mi propio
pulso. Obsesionado con mi tiempo: el que habito, el que me queda y el que ha
sido. Os aconsejo que os empeñéis a diario en constatar que estáis vivos,
porque lo contrario no podréis hacerlo nunca.
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