martes, 2 de septiembre de 2014

LA VOZ SIN FECHA


Podría ser tremenda, aulladoramente moderno, hasta hacer reventar vuestras venas por la presión de mis neologismos. Pero mi voz no acepta la imposición del tiempo. Hablo con el idioma que utilizan los astros. Mi estirpe resuena en el útero que parió a Gilgamesh, mi vocabulario es protohistórico, mis células aún recuerdan el Carbonífero, mis aspiraciones nacieron con el alumbramiento de Omar Jayyam.

Podemos seguir dos sendas: la que marcan los almanaques o la que se transmite por la herencia invisible, la senda hermética, el legado oculto. Los secretos de la alquimia no pueden ser descifrados por medio de un diccionario. Tenéis teléfonos móviles, ordenadores, pantallas en las que el mundo parece estar contenido, pero habéis olvidado las fronteras imaginarias en que desemboca la aspiración inquebrantable del homínido idealizado. Yo no.

¿Por qué acallar a Don Quijote si aún no ha terminado de hablar? ¿Por qué imponer silencio a los oráculos, a las sibilas o a los juglares que aún no han dicho su última palabra? ¿Por qué llenar de cables la masa informe que rebota de alma en alma, de vida en vida, generación tras generación, desde que la primera mirada humana fue dirigida hacia el horizonte, más allá de lo palpable, en busca de una verdad que jamás será hallada sino en la transmisión misma, en el puro acto de la entrega que los muertos hacen generosamente a los vivos y a los aún no presentes? Es la verdad de lo humano, el misterio de la perpetuación. La eternidad, en todo caso. ¿Por qué acallarla?

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