martes, 2 de septiembre de 2014

LA VOZ SIN FECHA


Podría ser tremenda, aulladoramente moderno, hasta hacer reventar vuestras venas por la presión de mis neologismos. Pero mi voz no acepta la imposición del tiempo. Hablo con el idioma que utilizan los astros. Mi estirpe resuena en el útero que parió a Gilgamesh, mi vocabulario es protohistórico, mis células aún recuerdan el Carbonífero, mis aspiraciones nacieron con el alumbramiento de Omar Jayyam.

Podemos seguir dos sendas: la que marcan los almanaques o la que se transmite por la herencia invisible, la senda hermética, el legado oculto. Los secretos de la alquimia no pueden ser descifrados por medio de un diccionario. Tenéis teléfonos móviles, ordenadores, pantallas en las que el mundo parece estar contenido, pero habéis olvidado las fronteras imaginarias en que desemboca la aspiración inquebrantable del homínido idealizado. Yo no.

¿Por qué acallar a Don Quijote si aún no ha terminado de hablar? ¿Por qué imponer silencio a los oráculos, a las sibilas o a los juglares que aún no han dicho su última palabra? ¿Por qué llenar de cables la masa informe que rebota de alma en alma, de vida en vida, generación tras generación, desde que la primera mirada humana fue dirigida hacia el horizonte, más allá de lo palpable, en busca de una verdad que jamás será hallada sino en la transmisión misma, en el puro acto de la entrega que los muertos hacen generosamente a los vivos y a los aún no presentes? Es la verdad de lo humano, el misterio de la perpetuación. La eternidad, en todo caso. ¿Por qué acallarla?

lunes, 10 de junio de 2013

EL ABISMO DELICIOSO

A Antonio Gámez, que lo comprenderá como nadie.
 
Cuando te alejas de lo humano e introduces la vista por entre lo más oscuro de las distancias, navegando más allá de las puras medidas de la lógica, algo te dice que has equivocado el rumbo. No debiste nacer hombre ni emprender el camino de lo tangible, ni rodearte de muertes ni de voces, ni amontonar tu palabra sobre las palabras de otras vidas. No debiste acatar el dictado del mamífero o ahondar en el silencio de las verborreas.
Ninguna verdad más hermosa que un púlsar, ninguna medida más acogedora que lo astronómico.

La infinitud que devora al sufrimiento.
La noche que no es noche, donde el tiempo desaparece y la memoria no existe.






DEMIURGO EN ZAPATILLAS


Me engrandezco. Alimento mi megalomanía como un canto sublime a la libertad. No es una coraza, sino un baño espumoso y caliente en el que me adormezco abrigado. Me quiero tanto, es tan sincera la admiración y el respeto que siento por mí mismo, que difícilmente podrán hacerme hincar de hinojos los que reclaman un cambio en mis actitudes. No dudar, no entrar en una espiral de complejos y timideces, erigirse en César y dejar que nuble la vista el cálido y escalofriante aliento de la autoadoración; ese es el bálsamo. La eterna juventud, redescubierta sobre la más alta cima; los ojos en el horizonte, la mirada severa. Así jamás habrá cadenas consentidas. Sólo un filo, con un corte profundo, podrá arrodillarme. Mi imperio es todo aquello que envuelve el aire; cualquier lugar bajo los cielos está sometido a mi presencia. Sólo por existir he conquistado el derecho a bendecir la tierra… o condenarla.

Mi epidermis se subleva. Es como si un susurro de delicia fuera emitido por cada uno de mis poros en una danza de seda; un susurro que doblega al dolor; el éxtasis de la piel, la catarsis del nervio. Todo mi organismo tiende hacia arriba en un acto de afirmación desconocido. La levitación no es una quimera. Si un hombre puede descubrirse a sí mismo, asistir al espectáculo maravilloso de su perfección, todos los átomos que lo componen querrán huir del suelo, flotar en un mar de ternura, ascender empujados por su propia caricia. Y ese hombre, ahora, soy yo. No el primero. No el último. Sí el gran megalómano que se bebe el tiempo presente; este tiempo que ha sido impregnado con el perfume de mi existencia.

Pero no temáis. No os haré el cálculo de mis virtudes, que tal vez no consideréis tales. Yo sé el alcance de mi poder. Sólo a mí me está reservado el gozo de verme por dentro, el puro maravillarme ante la percepción de mi propio cuerpo deificado. Y no es necesario más. Sólo persigo el hormigueo que convierte al hombre cansado en hombre sin peso ni estatura; ligero hacia la absorción panteísta del universo completo, glotón y libre.

HIPERSENSIBILIDAD




No puedo ayudaros en nada. No sé nada. Sólo dispongo del derecho a hablar. Cuando me veáis invadido por la tormenta dejadme huir sin interponeros. A mi regreso tendréis una buena conversación, es todo lo que os prometo. Pero no esperéis verme florecer, porque todo lo que he aprendido a echar fuera son ramas secas y sin fruto, pero tan enrevesadas que podréis columpiaros y encontrar refugio en ellas. Ramas secas es mi ofrecimiento. Ramas secas mi regalo. Ramas para el fuego en el invierno, para la balsa del náufrago, para azotaros las espaldas. No hay gurú en este mundo que dé menos; no hay gurú que dé más. Y a otra cosa.

 Si sois mis amigos, y eso me basta, tendréis ramas suficientes como para hacer rebosar vuestra leñera. Pero olvidaos de un regalo por Navidad. Es lo más que estoy dispuesto a exprimirme. Es todo lo que sé exprimirme. Nada de verdor, nada de flores. Sólo una sequedad inmensa por falta de creatividad. Mi sensibilidad desborda hacia dentro, empachándome. Lo que os ofrezco son las mondas. Y los  huesos descarnados. Ramas muertas. Nunca tendré la paciencia de Mishima para hacerme bello y fuerte. Sólo sé decir cosas, hablar, juntar palabras, en la esperanza de hacerme ligeramente agradable. Y ni aún así.

Pero, ¡si supierais cómo vivo! Estoy tan bien alimentado... Todo se aprovecha. Desde un perfume en el autobús a la arista desgastada de un ladrillo. Todo es triturado por mí. He masticado los intestinos de dios y he escupido tierra. Paseando por las calles todas las cosas tienen un nombre y todo  nombre reverbera en mi memoria; todo tiene un olor y todo olor reverbera en mi osamenta.

A veces voy como un ciego, palpando las paredes, los alientos, las voces, buscando un lugar donde nadar sin esfuerzo. Mientras devoro mi propio corazón en un arrebato de impotencia, doy todo al diablo. Ya ni me asusto. En medio de las autopistas, mirando al horizonte, esa línea embustera que no es lo que parece, me convierto en un dragón. Pienso: "Han cubierto de carne al monstruo. Le han dado un rostro y unos apellidos". Y mis globos oculares se sumergen en lo más profundo y negro de sus cuencas. Y hablo conmigo mismo sin mirar al frente, casi a la orilla de mi cuello. Camino. Camino hasta casi desfallecer.

Pero, de pronto, un olor o un sonido; tal vez una mancha sin forma definida en el rostro de un anciano; el sol en los párpados, la pesadez idílica. Un suave ser alado que me sigue. Una imagen desenterrada por el milagro de la hipersensibilidad. Regreso a la juventud de mis células y escucho a mis nervios. Es la música de la epidermis y el baile de las neuronas puestas en pie. Acontece el fenómeno maravilloso de la delectación. Me entra una sed infinita de aquello que no veo y decido aplicarme en la tarea de poner en marcha mis escalofríos, construir los instantes; ser el artífice, el mecánico y el degustador primero de mi propia apoteosis. Y me dejo llevar, flotando, por una ensoñación de proporciones divinas. Así pues, me olvido de los hombres y vivo el instante precioso de mi deleite. Es el momento en que beberse el agua de los charcos puede ser considerado un acto sibarítico y es posible encontrar belleza en insultar a los transeúntes.

De este modo he  aprendido a criarme, a hacerme obra. Un obra íntima; yo para mí y amante de mí mismo y de mi propio pulso. Obsesionado con mi tiempo: el que habito, el que me queda y el que ha sido. Os aconsejo que os empeñéis a diario en constatar que estáis vivos, porque lo contrario no podréis hacerlo nunca.

domingo, 25 de marzo de 2012

LA SUSTANCIA DE LOS SIGLOS

Habiendo llegado a mí el rumor de una sonrisa, me he asomado a la ventana con el torso descubierto. He visto las tumbas de los héroes en medio de la calzada, pisoteadas por pies extraños; los mausoleos derruidos; el honor de sus medallas vendido al peso en almonedas oscuras; los estandartes deshaciéndose hilo a hilo al huracán de la historia y el metal de las espadas de su altanería en concreción. Me ha llegado el eco de mil glorias eternas pudriéndose lentamente y olvidadas en el desván del chamarilero. He olido el viento frío que llega de los cementerios donde se almacenan los huesos de los paladines, los restos de uniforme de los gerifaltes, la madera renegrida de lo que fueron sus ataúdes, la soledad y el vacío sin fondo. Ha llegado hasta mí el recuerdo absurdo de aquellas vidas malgastadas en pos de una leyenda que no retoñó tras el invierno duro de las memorias. Y me he sentido más vivo y más presente que nunca.

No soy un héroe. Estoy como un animal sobre la Tierra. También yo quisiera ser eterno, como metáfora de mi existencia en el mundo, como hipérbole de mi propio nombre engrandecido. Porque me parece odioso respirar este aire sólo un instante. Pero me he aferrado a lo más gozoso de este lapso despreciable y abono mis sembrados con mi propios vencimientos. Lo mejor de todo es que he perdido el miedo a los cañones del enemigo. Lo que me convierte en el antihéroe, pues lo mío son puras bravuconadas. Ahora sé que es posible hacer historia, pensar la historia, sentirla, vivirla como un entretenimiento íntimo sin metas laureadas. Escarbar en lo que fueron vidas ajenas, vidas de otros, para encontrar, así, los senderos escondidos en que se adentraron los temerarios. Pero sin sacrificios ante el altar. Sólo con la mera expectación de un visitante del Gabinete de Curiosidades. Sentirme rodeado de colgajos sagrados, de fragmentos inútiles e informes, me convierte en un voyeur que paladea en secreto la sustancia de los siglos.

De ahí este afán mío por escarbar en la tierra húmeda y desenterrar las calaveras.

jueves, 8 de marzo de 2012

LENTITUD Y ESPUMA

Y ahora, por fin, la parsimonia.

En mi bañera, a salvo del cuchillo que mató a Marat, escribo estas palabras vaporosas. Con el cuerpo caliente, pesado de párpados y hambriento, con mi pene flotando solo y triste entre olas diminutas: aquí sucumbo, heredo el blanco sueño de los ángeles y me pierdo en una tormenta de pensamientos bloqueados.

En este pozo, que no es ni refugio, me hundo cuando tengo ganas de estar en ningún sitio, cuando sólo lo intangible me conmueve. Y escapo a medias, como si muriera un poco. Y así no necesito suicidarme del todo, que nunca fue plato de mi gusto. Renuncio a la tristeza, a la alegría y al movimiento que duele, para hacerme un puro fugitivo del tiempo, sin nada bajo mi carne. Sólo un infinito de proporciones exiguas, inhabitado y ciego. Sin sonrisa ni condena. Aquí me paro. Provoco el ahogamiento de las emociones, bebo jabón. Todo se inarticula, desaparece. Y me suicido un rato.

domingo, 4 de marzo de 2012

BASILISCO FILOSÓFICO O EL HERMANO MUERTO


Podría, si quisiera, reescribir, reinventar lo que fue escrito. O continuarlo. ¡Si creyera en las señales, en la transmigración de las almas! Yo comprendo el origen de ciertos colores, capto matices donde los expertos no se atreven a juzgar; porque son mis matices, mis colores; y utilizo las artes ocultas que no todos intuyen. Comprendo el mercurio, el agua, el Sol y la Luna. Lo que está arriba es igual que lo que está abajo. Lo que fue es lo mismo que hoy gira entre mis manos. La alquimia es una herencia y yo he heredado una voz que fue emitida por mí mismo hace más de cien años. Acepto la influencia y el influjo, acepto el discipulado; pero no niego la eternidad del gen ni la transmisión de ciertas propiedades. Cástor y Pólux, separados en el tiempo, hermanados en un mismo grito. Los débiles alzan la voz y persiguen de un mismo modo la transmutación que les conceda la fuerza, o el rostro de la fuerza.

Aquel que me descubrió la doble cara del crepúsculo, su fórmula primigenia; aquel con quien comparto el misterio de la última vocal: la U de los niños ultrasensibles; aquel que se aparece en cada uno de mis acaboses, insuflando vida, hermano en la balanza y en la pereza; ese buen samaritano que comparte conmigo su hambre, ese yo al que no conozco, desdoblado en mí, frente a mí, contra mí, dentro de los espejos. Él. Él es el compañero. Más bello que yo. Tan amigo, tan enemigo mío; tan igual a mí, tan diferente. Huesos y polvo en su sepultura. Él es la voz que me asusta y me distrae. Soy yo. Y es el otro.

Pero la metempsicosis es una estafa. El delirio es tan agradable... ¡Dejadme jugar! La alquimia no morirá nunca mientras exista una garganta que transmita el secreto. Los gimnasios nefandos pervivirán eternamente mientras haya un hombre capaz de conversar con los muertos. Sé lo que sienten mis iguales, discuto con los ausentes y contesto a mensajes hace tiempo enviados. Y no creo en la magia ni fui jamás nigromante. Ahora llamadme mitómano. Así me ayudaréis a mantener a salvo mi verdad.

Yo sé que quien me escucha tal vez no ha nacido aún. Podemos permitirnos no tener prisa. Así ha sido desde Gilgamesh hasta hoy. Y así será mientras el oro, la plata y el mercurio existan sobre la tierra.