martes, 16 de junio de 2009

LOCO, HOMBRE-MÁQUINA Y VENCIDO

Era yo, tal como me ve el espejo, desnudo entre los hombres, imaginado por todos, bestia despojada de indumentaria en un sueño de cromañones. Era libre frente a la sangre doblegada que acumulaba tristezas arcaicas. Loco, decían. Loco me llamaban y se inventaban risas que brotaban secas bajo sus ojos tristísimos. A las espaldas del mundo, ante la mirada del dios-abuelo, ni la lluvia ni el sol más inmensos dejaron de acompañar mis largos paseos por la ciudad de lo real; aquella a la que dieron el nombre de Locura. Sólo los hombres se negaron a compartir mi camino. Y fue como una liberación. Me supe sabio, o al menos limpio, y me sirvieron de alfombra todas las banderas del mundo.



Yo era, en mi caverna, dueño y rey del universo y sus confines. Despreciado sin que me importara, condenado a la misantropía, pero sin prisas y con todo el viento a mi disposición. Porque me daba al aire y todos lo sabían. El aire era mi guía. De él extraía todas mis caricias y el deífico goce con que alimentaba mi modorra. Con él dormía y a él me entregaba. Amante limpio, siempre recorriendo mi desnudez, mi cuerpo llano y libre. Fue el vehículo y el mapa que me llevó de vida en vida, de sueño en sueño, certero y paternal alrededor de mis huesos como un envoltorio. El aire. El pecaminoso aire. Por él bajé a los lodos; en él me sequé luego.

Yo era, fui, un jugador incansable. Apostaba fuerte porque todo era mío y no poseía nada y nada tenía, pues, que perder; tan rico y poderoso llegué a sentirme.

Bajo los árboles, sobre la hierba de Walt Whitman, entre los tilos de Rimbaud y los versos de todos, fui capaz de reír como nadie, de llorar de gozo, de gozar con el nombre sagrado e impronunciable de mi vida; santo en los infiernos, demonio celestial, hombre, al fin, desnudo entre los hombres.

¡Ojalá mi sordera hubiera sido sordera de alma ante los consejos de los malos augures! ¡Ojalá hubiese sido sordo de espíritu y ciego de corazón ante los civilizados apóstoles de la sociedad! Nunca debí percibir el gusto, el tacto y el olor del dinero. Alimentos y agua nunca me habrían faltado, ropa no necesitaba, techo... por techo tenía el mundo.

Quienes me llamaron loco me llamarán hoy grandilocuente; quienes han bebido del mismo manantial en que fui bautizado sabrán que soy sincero.

Yo era tal como me ve el espejo, un simio de verdad, desnudo ante los hombres; un sexo lubricado goteando sobre las flores. Infinitamente más dios y más libre que todos los demiurgos creados por el sueño de los pueblos.

Hasta que llegó el miedo.
Por miedo perdí el campo. Por culpa de la tristeza renuncié a correr desnudo.

Me tuve que amoldar a los horarios, al metro en hora punta, a las vicisitudes de un empleo.

Y los tilos de Rimbaud se descompusieron en un herbario de momias decimonónicas, disecados como un mal recuerdo de la vida plena. Un triste catálogo amarillento que insultaba a mi memoria y me acusaba de traidor cada noche.

Ahora soy el hombre-máquina, sin emociones, cansado de que nada me sorprenda. Tengo una piel, bajo la ropa, que ya no vibra y ha regresado a mi carne el humano y ancestral miedo a la locura. Me embadurno con esta rutina incesante que suena como un gong, decidido a postrarme ante la nada, a momificarme en vida y, también, a dejar de ser un niño.

Y esta vez para siempre.

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