jueves, 23 de julio de 2009

EXISTIR A MEDIAS

No estaría de más, algunas veces, sentarse delante del televisor babeando odio, con el entrecejo hundido, los ojos velados, el mentón apuntando como un arma, descansando toda nuestra angustia sobre un cuerpo que se desparrama y se escurre desde el sofá hasta el suelo, agarrar la Parabellum y, en un descuido, alzando todo nuestro brazo hacia delante, disparar contra el presentador del telediario. No estaría de más.

Porque esto desfogaría nuestro particular infierno, no haría daño a nadie y el más primitivo de nuestros instintos quedaría amansado con el trueno terrible de este simbólico e indoloro asesinato. Pero no.

Tampoco esto es permisible. Tampoco esto podría ser entendido como un acto liberador, terapéutico e inofensivo. La mala bilis del simio humano no dejará que nuestro fuego se encamine y busque salida por donde quiera, aunque no duela en carne ajena. Nuestros vecinos, nuestros semejantes o aquellos que ni se nos asemejan ni comparten nuestro espacio vital, no aceptarán estos hechos solitarios y personales. Nos dan permiso para existir. Y eso es todo.

El esclavo de al lado es el peor de los esclavistas. El infierno son los otros.

Por ello no es de extrañar mi mal aliento cada vez que piso estas calles de la selva humana, donde se empeñan en sobrealimentarme con odio del mismo modo que a los patos destinados al paté los alimentan a presión hasta que el hígado les estalla en cirrosis. Aquí no se me permite la huída si no es bajo el nombre de locura. Paté de seso. Sólo es posible la libertad pagando a cambio el precio del dolor. Y, entretanto, mientras paso por cuerdo, una úlcera duodenal va creciendo al mismo ritmo que la rabia de no poder existir en mi propia existencia, condenado a existir en la ajena.

Lo triste, lo verdaderamente sangrante, es comprobar que el paraíso que uno ha pretendido forjarse, rodeándose de ciertas caras amables, sigue siendo ineficaz, porque, al fin, el infierno es también uno mismo. El que dijo: Mi reino no es de este mundo, sabía bien que su reino no tenía lugar ni dentro ni fuera, que era un reino jamás conquistado, una causa perdida.

Uno ama la vida, porque no hay otra cosa y porque a veces se tiene la sensación de que levitar es posible y no hay más que cerrar los ojos y dejarse llevar por el escalofrío de las entrañas para alcanzar la fluidez total, la pura suavidad de la existencia. Esos momentos son los que nos hacen aferrarnos al mundo. Pero son fugaces si uno se despista un poco. Que es lo que siempre ocurre.

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